Fuego y Furia / Fire and Fury: Inside the Trump White House: Dentro de la Casa Blanca de Trump (Spanish Edition) - Softcover

9780525564287: Fuego y Furia / Fire and Fury: Inside the Trump White House: Dentro de la Casa Blanca de Trump (Spanish Edition)
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Con acceso extraordinario a la Casa Blanca de Trump, Michael Wolff cuenta la historia interna de la presidencia más controversial de nuestro tiempo.
 
Los primeros nueve meses del mandato de Donald Trump fueron tormentosos, escandalosos y absolutamente fascinantes. Ahora, gracias a su amplio acceso al Ala Oeste, el exitoso autor Michael Wolff cuenta en este libro explosivo la increíble historia de cómo Trump comenzó su presidencia de manera tan volátil y furiosa como él mismo, y proporciona al lector abundante información inédita sobre el caos que reina en la Casa Blanca.
 
Nunca antes una presidencia había dividido al pueblo estadounidense de tal manera. Brillantemente informado y asombrosamente fresco, Fuego y Furia de Michael Wolff nos muestra cómo y por qué Donald Trump se ha convertido en el rey de la discordia y la desunión.

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About the Author:
MICHAEL WOLFF ha recibido numerosos premios por su trabajo, incluidos dos National Magazine Awards. Ha sido columnista habitual de Vanity Fair, New York, The Hollywood Reporter, British GQ, USA Today y The Guardian. Es el autor de seis libros anteriores, que incluyen el superventas Burn Rate y The Man Who Owns the News. Vive en Manhattan y tiene cuatro hijos.
Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.:
Capítulo 1

EL DÍA DE LAS ELECCIONES

La tarde del 8 de noviembre de 2016, Kellyanne Conway —­jefa de campaña de Donald Trump y una personalidad central y destacada del “mundo Trump”—­ se instaló en su oficina acristalada de la Torre Trump. Hasta las últimas semanas de la carrera presidencial, el cuartel general de la campaña de Trump había sido un lugar apático. Lo único que lo distinguía de las salas administrativas de una empresa eran unos cuantos carteles con eslóganes de derecha.

Conway se encontraba de muy buen humor, teniendo en cuenta que estaba a punto de sufrir una contundente, si no catastrófica, derrota. Donald Trump iba a perder las elecciones —­de eso estaba segura —­, pero posiblemente la derrota sería por menos de seis puntos. Eso sería una victoria considerable. Y en cuanto a la derrota inminente, a Conway no le importaba: era culpa de Reince Priebus, no de ella.

Conway había pasado buena parte del día telefoneando a amigos y aliados en el mundo político y echándole la culpa a Priebus. Ahora estaba informando a algunos productores y presentadores de televisión con los que había forjado buenas relaciones, y de los que —­después de haberse entrevistado en las últimas ­semanas—­­ esperaba conseguir un trabajo permanente después de las elecciones. Había estado cortejando cuidadosamente a muchos de ellos desde que se había unido a la campaña de Trump a mediados de agosto, representándola con su voz combativa y su rostro telegénico, con esas sonrisas espasmódicas y su extraña combinación de vulnerabilidad e imperturbabilidad.

Dejando a un lado otros errores horribles de la campaña, el auténtico problema, afirmaba, era el diablo al que no podía controlar: el Comité Nacional Republicano o CNR (RNC, por sus siglas en inglés), dirigido por Priebus, su compañera inseparable Katie Walsh, de treinta y dos años, y su publicista, Sean Spicer. En lugar de volcarse a fondo, el CNR, al fin y al cabo la herramienta del establishment republicano, había estado conteniendo sus apuestas desde que Trump ganó la nominación a principios del verano. Cuando Trump necesitó su apoyo, el apoyo no estuvo allí.

Esa era la primera parte de la explicación de Conway. La otra era que, a pesar de todo, la campaña había salido del hoyo luchando con uñas y dientes. Un equipo con una grave falta de recursos, con prácticamente el peor candidato de la historia política moderna —­cada vez que se mencionaba el nombre de Trump, Conway ponía los ojos en blanco o se quedaba con la mirada ­perdida—­­ había hecho un trabajo extraordinariamente bueno. Conway, que nunca había participado en una campaña nacional, y que antes de Trump había estado a cargo de una agencia de encuestas de poca importancia, tenía muy claro que después de la campaña sería una de las principales voces conservadoras de las noticias por cable.

De hecho, uno de los encuestadores de campaña de Trump, John McLaughlin, había empezado a insinuar la semana anterior que algunas cifras estatales clave, que hasta entonces habían sido lamentables, podrían estar cambiando a favor de Trump. Pero ni Conway ni el propio Trump ni su yerno Jared Kushner —­el auténtico jefe de campaña, o el supervisor de esta designado por la ­­familia—­­ cambió de opinion: aquella inesperada aventura acabaría pronto.

Solo Steve Bannon, con su extraño punto de vista, insistía en que las cifras cambiarían a su favor. Pero dado que era el punto de vista de Bannon —­el loco ­Steve—­­, no resultaba especialmente tranquilizador.

Casi todos los implicados en la campaña, aún un grupo muy pequeño, pensaban en sí mismos como un equipo que veía las cosas con claridad, con perspectivas muy realistas sobre sus posibilidades. La tácita opinión compartida entre ellos era que no solo Donald Trump “no” sería presidente, sino que probablemente no debería serlo. Afortunadamente, la primera suposición hacía que no tuvieran que detenerse a pensar en la segunda.

Mientras la campaña llegaba a su fin, el propio Trump se mantenía optimista. Había sobrevivido a la publicación de la grabación de Billy Bush cuando, en el escándalo que siguió, el CNR había tenido el descaro de presionarlo para que abandonase la carrera presidencial. James Comey, el director del FBI, había dejado tirada a Hillary once días antes de las elecciones al afirmar que iba a reabrir la investigación sobre sus correos electrónicos, y así había ayudado a evitar una victoria aplastante de Clinton.

—­Puedo ser el hombre más famoso del mundo —­le dijo Trump a su ayudante intermitente Sam Nunberg al principio de la campaña.

—­Pero, ¿quiere ser presidente? —­preguntó Nunberg (una pregunta cualitativamente diferente a la habitual en el test existencial de los candidatos: “¿Por qué quiere ser presidente?”). Nunberg no obtuvo respuesta.

La cuestión era que no necesitaba una respuesta porque Trump no iba a ser presidente.

Al viejo amigo de Trump, Roger Ailes, le gustaba decir que si uno quería hacer carrera en la televisión, primero debía presentarse a presidente. Ahora, Trump, animado por Ailes, estaba dejando caer rumores sobre una cadena propia. Era un futuro prometedor.

Trump le aseguró a Ailes que saldría de aquella campaña con una marca mucho más reforzada e incontables oportunidades por delante. “Esto es más grande que lo que jamás soñé”, le dijo a Ailes una semana antes de las elecciones. “No pienso en perder porque esto no es perder: hemos ganado completamente”. Más aún, ya estaba empezando a ensayar su respuesta pública cuando perdiera las elecciones: “¡Ha sido un robo!”.

Donald Trump y su minúscula banda de guerreros de campaña estaban preparados para perder con fuego y furia. No estaban preparados para ganar.

***

En política, alguien tiene que perder, pero todos piensan que pueden ganar. Y, probablemente, uno no puede ganar a menos que crea que puede... Excepto en la campaña de Trump.

El leitmotiv de Trump sobre su propia campaña era lo desastrosa que era y como todos los que estaban involucrados eran unos perdedores. Así mismo estaba convencido de que la gente de Clinton eran ganadores brillantes: “Ellos tienen a los mejores y nosotros a los peores”, solía decir. El tiempo transcurrido con Trump en el avión de campaña fue a menudo una experiencia épica de insultos: todos los que lo rodeaban eran idiotas.

Corey Lewandowski, que había actuado poco más o menos como el primer director oficial de la campaña de Trump, sufría a menudo las críticas del candidato. Durante meses, Trump lo llamó “el peor”, y en junio de 2016 acabó por despedirlo. Pero incluso después de eso, Trump estuvo proclamando que la campaña estaba condenada sin Lewandowski. “Somos todos unos perdedores”, decía. “Toda nuestra gente es terrible, nadie sabe lo que está haciendo... Ojalá volviera Corey”. Trump no tardó en amargarse también con su segundo director de campaña, Paul Manafort.

En agosto, entre doce y diecisiete puntos por detrás de Clinton y enfrentándose a una tormenta diaria de prensa que iba a por sangre, Trump no podía imaginar un escenario peor para conseguir una victoria electoral. En aquel sombrío momento, vendió de alguna forma esencial su campaña perdedora. El multimillonario derechista Bob Mercer, un patrocinador de Ted Cruz, había desviado su apoyo hacia Trump con una infusión de cinco millones de dólares. Convencido de que la campaña estaba haciendo agujeros, Mercer y su hija Rebekah se habían trasladado en helicóptero desde su residencia en Long Island a un acto de recaudación de fondos —­otros donantes potenciales se retiraban a cada ­­segundo—­­ en la residencia en los Hamptons de Woody Johnson, propietario de los New York Jets y heredero de Johnson&Johnson.

Trump no tenía relación en realidad con ninguno de los dos, ni con el padre ni con la hija. Había mantenido algunas conversaciones con Bob Mercer, quien hablaba principalmente en monosílabos, y toda la historia de Rebekah Mercer con Trump se reducía a un selfie que ella se había hecho con él en la Torre Trump. Pero cuando los Mercer presentaron su plan para hacerse cargo de la campaña e introducir a sus tenientes, Steve Bannon y Kellyanne Conway, Trump no se resistió. Únicamente expresó que no comprendía cómo alguien quisiera hacer aquello. “Esto”, les dijo a los Mercer, “está muy jodido”.

Bajo cualquier indicador importante, algo más terrible incluso que un sentimiento de catástrofe planeaba sobre lo que Steve Bannon llamó “la campaña patética”: un sentimiento de imposibilidad estructural.

Hasta el propio candidato, que era multimillonario, se negaba a invertir su propio dinero en la campaña. Bannon le dijo a Jared Kushner —­quien cuando Bannon se sumó a la campaña estaba con su esposa de vacaciones en Croacia con David Geffen, enemigo de ­­Trump—­­ que, después del primer debate en septiembre, necesitarían cincuenta millones de dólares adicionales para funcionar hasta el día de las elecciones.

—­Es imposible que consigamos cincuenta millones a menos que podamos garantizar la victoria —­dijo Kushner, realista.

—­¿Veinticinco millones? —­tanteó Bannon.

—­Si podemos decir que la victoria es más que probable.

Al final, lo máximo que haría Trump sería un préstamo a la campaña de diez millones de dólares, con la condición de que los recuperaría en cuanto pudieran recaudar dinero por otros medios. (Steve Mnuchin, el entonces encargado de la tesorería de la campaña, acudió a recoger el dinero con las instrucciones de la transferencia preparadas, de manera que Trump no se pudiera olvidar oportunamente de enviar el dinero).

De hecho no existió una campaña real porque no había una organización real; en el mejor de los casos era excepcionalmente disfuncional. Roger Stone, el primer jefe de campaña de facto, renunció o lo despidió Trump (los dos declararon públicamente que habían sido ellos quienes se habían deshecho del otro). A Sam Nunberg, un ayudante de Trump que había trabajado para Stone, lo expulsó ruidosamente Lewandowski, y a continuación, Trump aumentó exponencialmente el lavado de trapos sucios en público al demandar a Nunberg. Lewandowski y Hope Hicks, la auxiliar de relaciones públicas que Ivanka Trump agregó a la campaña, tuvieron una relación que acabó con una pelea pública en plena calle, un incidente que Nunberg citó en su respuesta a la demanda de Trump. La campaña, siendo sinceros, no estaba diseñada para ganar nada.

Incluso el hecho de que Trump eliminase a los otros dieciséis candidatos republicanos, por improbable que pareciera, no hizo que el objetivo final de ganar la presidencia resultase menos descabellado.

Y si, durante el otoño, la victoria pareció ligeramente más plausible, aquello se evaporó con el asunto de Billy Bush. “Me veo atraído automáticamente por la belleza; simplemente empiezo a besarlas”, le dijo Trump al presentador de la NBC, a micrófono abierto, en medio del debate nacional sobre el acoso sexual. “Es como un imán. Simplemente las beso. Ni siquiera espero. Y cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer lo que quieras... Agarrarlas por la coño. Puedes hacer lo que quieras”.

Fue una revelación operística. Un suceso tan mortificante que cuando a Reince Priebus, el director del CNR, lo llamaron para que fuera de Washington a Nueva York a una reunión de emergencia en la Torre Trump, no consiguió reunir ánimos para salir de Penn Station. El equipo de Trump tardó dos horas en convencerlo para que cruzase la ciudad.

—­Amigo —­dijo un Bannon desesperado, intentando atraerlo por ­­teléfono—­­, puede que nunca te vuelva a ver después de hoy, pero tienes que venir a este edificio y cruzar la puerta.

***

El lado bueno de la ignominia que tuvo que soportar Melania Trump después de la grabación de Billy Bush fue que ahora sería realmente imposible que su marido pudiera llegar a presidente.

El matrimonio de Donald Trump era desconcertante para casi todos los que lo rodeaban; o lo era, en cualquier caso, para aquellos que no tenían jets privados y muchas residencias. Trump y Melania pasaban juntos relativamente poco tiempo. Podían pasar días sin verse, aun cuando estuvieran ambos en la Torre Trump. Ella a menudo no sabía dónde estaba él, ni reparaba demasiado en ello. Su marido iba de una residencia a otra como podía ir de una habitación a otra. Además de saber muy poco sobre sus andanzas, Melania sabía muy poco sobre sus negocios, y en el mejor de los casos, se interesaba solo ligeramente en ellos. Tras haber sido un padre ausente para sus primeros cuatro hijos, Trump se mostraba más ausente aún con el quinto, Barron, su hijo con Melania. Ahora en su tercer matrimonio, les dijo a sus amigos, había perfeccionado por fin aquel arte: vive y deja vivir. “Dedícate a tus cosas”.

Era un mujeriego notorio, y durante la campaña presidencial se convirtió posiblemente en el acosador más famoso del mundo. Aunque nadie podría decir jamás que Trump tenía sentido de la prudencia cuando se trataba de mujeres, él tenía un montón de ideas sobre cómo manejarlas, incluida una teoría que comentó entre sus amigos: cuantos más años de diferencia haya entre un hombre mayor y una mujer joven, menos personalmente se tomará la mujer que el hombre mayor le sea infiel.

Aun así, la idea de que aquel era un matrimonio solo de nombre estaba lejos de la verdad. Trump hablaba con frecuencia de Melania cuando ella no estaba. Admiraba su aspecto, a menudo en presencia de otros, haciéndola sentirse incómoda. Ella era, como él decía en público orgullosamente y sin ironía, una “mujer trofeo”. Y mientras que en general no compartía su vida con ella, sí que compartía gustosamente las sobras. “Una esposa feliz es una vida feliz”, decía, repitiendo una máxima popular entre los ricos.

También buscaba la aprobación de Melania. (Siempre buscaba la aprobación de las mujeres que lo rodeaban, que hacían bien en dársela). En 2014, cuando se planteó seriamente por primera vez presentarse a presidente, Melania era una de las pocas personas que creía posible que pudiera ganar. Aquello era un chiste para Ivanka, que se había distanciado cuidadosamente de la campaña. Con un desagrado no disimulado hacia su madrastra, Ivanka diría a sus amigos: “Todo lo que tienen que saber sobre Melania es que cree que si él se presenta, sin duda ganará”.

Pero la perspectiva de que su marido llegase realmente a ser presidente era algo horrible para Melania. Creía que destruiría su vida cuidadosamente protegida —­protegida también, que no era poco, del resto de la familia ­­Trump—­­, y que había enfocado casi por completo en su hijo pequeño.

No empieces la casa por el tejado, le decía su esposo, divertido, aun cuando pasaba cada día dedicado a la campaña y acaparando los informativos. Pero el terror y el tormento de Melania iban aumentando.

Por Manhattan circulaba una campaña de chismes sobre ella, cruel y cómica en sus insinuaciones, de la que le hablaron sus amigos. Su carrera como modelo estaba siendo estudiada atentamente. En Eslovenia, donde se crió, una revista sobre famosos, Suzy, llevó a la imprenta los rumores sobre ella después de que Trump consiguiera ser nominado. A continuación, como un aperitivo nauseabundo de lo que podría estar por llegar, el Daily Mail hizo correr la historia por todo el mundo.

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  • PublisherVintage Espanol
  • Publication date2018
  • ISBN 10 0525564284
  • ISBN 13 9780525564287
  • BindingPaperback
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